La responsabilidad del funcionario público

La responsabilidad del funcionario público

Napoleón Saltos Galarza

Quito, 30 octubre 2012

Para responder a esta cuestión se requiere  seguir dos procesos: encontrar una fundamentación teórica a la relación administración-política-ética, en dirección a la consolidación de las formas democráticas de resolución de los conflictos; y un análisis de los procesos históricos concretos.

  1. I.                   Fundamentación teórica: de Weber a Hanna Arendt

Max Weber es el fundamento teórico del pensamiento político-administrativo moderno.[1]

Weber parte de una definición institucional del Estado, como “una organización política preceptiva, continuamente operativa (…) en que sus dirigentes administrativos sostienen con éxito la pretensión de monopolizar el empleo legítimo de la fuerza física para imponer el orden.”[2]

El Estado moderno adicionalmente “posee un orden administrativo y legal sometido a cambios a través de la legislación, al que se encuentran orientadas las actividades organizadas del personal administrativo, que también está sometido a las leyes. Este sistema de órdenes impone una autoridad vinculante no sólo a los miembros del Estado y a los ciudadanos (…), sino también, y en gran medida, a los actos que se producen en el área de su jurisdicción. Es, pues, una organización obligatoria de base territorial.”[3]  Es decir el Estado actúa sobre la sociedad. Pero, al mismo tiempo se ha convertido en Estado nacional, es decir, representa el sentido de comunidad de los ciudadanos respecto a otros Estados; y en este sentido, también la sociedad “penetra” al Estado.

El centro de la propuesta weberiana es la constitución de un Estado racional basado en la burocracia.

Según Weber el tipo ideal de burocracia es un sistema de gobierno o control legal (sometido a reglas); impersonal (la autoridad de establece por criterios relativos al desempeño de la tarea – meritocracia – y no en base a las características individuales; y a su vez responde ante el ciudadano sin tomar en cuenta sus características individuales) eficiente y eficaz (se mide por resultados). Con ello busca confirmar el funcionamiento del Estado moderno en base a la legitimidad racional, superando las viejas formas dependientes de la tradición o el carisma.

Empero Weber señaló que hay una distancia entre el tipo ideal y la realidad. La burocracia puede anquilosarse, dado que quienes tienen poder buscan preservarlo; y/o a carecer de flexibilidad. Puede degenerar en las reglas (confusión y complejidad de competencias, multiplicación de los requisitos), en la selección de los funcionarios (nepotismo), en los procesos de ejecución con resultados de ineficiencia (sobreespecialización, duplicación de funciones, rigidez en los procesos). Aún más, concluyó en el riesgo de la marcha hacia “la jaula de hierro”, en donde la libertad del individuo queda triturada.

Esta visión parte de la distinción entre policy y política, entre política y administración, entre objetivo y subjetivo, bajo la concepción de que la racionalidad parte del control de lo “subjetivo”: la burocracia actúa sin sujeto. Weber señala que el funcionario es “aquel que no debe hacer política, sino limitarse a administrar, sobretodo imparcialmente”; el «funcionario descarga la responsabilidad sobre la autoridad superior”.

Estos textos se prestan a ver la fractura entre la política y la administración, y ver al funcionario como neutro, traslada la responsabilidad de la decisión al político. Pero en otros  textos Weber introduce un tercer vértice en esta relación, la ética pública; y por este cauce abre el horizonte del bien general, como marco de la actuación del funcionario. Esta ampliación nos puede permitir reflexionar sobre la «neutralidad» del funcionario en situaciones difíciles o límites, como en el nazi-fascismo, o en la dictaduras del Cono Sur en América Latina.

Para Weber, un régimen democrático, al centralizar la responsabilidad, fomenta la burocracia “monocrática”, que es “la forma más racional de ejercerse la dominación.”[4]

A su vez, “el poder de una democracia hecha y derecha es siempre grande; en condiciones normales, inmenso. El político avezado se encuentra siempre (¿?) ante el burócrata cualificado como el diletante ante el experto.” Por ello, su preocupación era cómo salvar la libertad de los individuos ante la “jaula de hierro”.

Hay que subrayar: Weber dice en condiciones “normales” el burócrata está por encima del político y, por tanto, no se encontrará ante el conflicto de una orden “superior”. ¿Qué pasa en condiciones “anormales”, extremas, como las que plantea nuestro debate? ¿Qué pasa cuando el político domina al burócrata?

El propio Weber, cuando analiza el Estado imperial alemán, “identifica tres instituciones políticas distintas: la burocracia, un ejecutivo político dual (el káiser y el canciller) y los partidos (especialmente el de los junkers) (…) y afirmó en momentos distintos la dominación de cada uno de estos actores sobre el Kaiserreich.”[5]

Así pues, “los actores que se localizan dentro del Estado (burocracia y ejecutivo) poseen un cierto espacio en donde actúan con cierta intimidad, cuyo grado varía según la habilidad de los actores de la sociedad civil para organizarse centralmente mediante asambleas representativas, partidospolíticos formales, facciones cortesanas, etc.”[6]

Con ello, se amplía la versión inicial de la separación entre la política y la administración; y más bien se ve una relación compleja, con juegos de poder. En estas relaciones, la burocracia, en situaciones “anormales”, puede encontrar aliados de la sociedad civil ante el poder del ejecutivo. Por lo cual la respuesta del funcionario ante una dictadura no se reduce a la actuación individual. Claro que esta posibilidad parte del hecho de que el funcionario no sea alineado con el ejecutivo…

Desde el campo de la filosofía de las ciencias, las críticas a Weber muestran que la separación entre lo objetivo y lo subjetivo es un falso dilema. Incluso en las ciencias naturales y físicas se ha demostrado el principio de incertidumbre que viene desde el lado del proceso concreto de investigación y la sujeción al lenguaje (el giro lingüístico que plantea el segundo Wittgenstein[7]); así como el principio antrópico que viene desde la teoría de la relatividad hasta Stphen Hawking.

La propuesta de Pierre Bourdieu, en este sentido, es una salida: en lugar de buscar una separación, hay que establecer el nexo: la ciencia y el pensamiento político deben “confesar” su punto de vista; es decir convertir a la relación objetivo-subjetivo en la base y condición de la propia investigación.

 

En la definición del Estado, Bourdieu restablece la relación entre el lado objetivo del monopolio de la violencia (física), con el lado subjetivo (simbólica):

 

“diré, recurriendo a una forma transformada de la famosa frase de Max Weber («El Estado es una comunidad humana que reivindica con éxito el monopolio del empleo legítimo de la violencia física en un territorio determinado»), el Estado es una X (por determinar) que reivindica con éxito el monopolio del empleo legítimo de la violencia física y simbólica en un territorio determinado y sobre el conjunto de la población correspondiente. Si el Estado está en condiciones de ejercer una violencia simbólica es porque se encarna a la vez en la objetividad bajo forma de estructuras y de mecanismos específicos y en la «subjetividad» o, si se prefiere, en los cerebros, bajo forma de estructuras mentales, de percepción y de pensamiento. Debido a que es el resultado de un proceso que la instituye a la vez en las estructuras sociales y en las estructuras mentales adaptadas a esas estructuras, la institución instituida hace olvidar que es fruto de una larga serie de actos de institución y se presenta con todas las apariencias de lo natural.[8]

Weber no resuelve la complejidad de la responsabilidad del funcionario en situaciones “anormales”. Por ello es necesario ampliar el campo teórico desde otras visiones. La propuesta de Hanna Arendt en torno a la “banalidad del mal” presenta un marco más fundamentado, precisamente para situaciones extremas, como el fascismo.[9]

El origen no está en la responsabilidad final (individual), sino en el juicio inicial (colectivo): «sin tener en cuenta la renuncia casi universal, no a la responsabilidad personal, sino al juicio personal en las primeras etapas del régimen nazi, es imposible entender lo que ocurrió.» (p. 55).  La clave no está en Auschwitz, que es el punto de llegada, sino en el juicio en las calles, en las casas, en las playas, de los ciudadanos «normales», «de nuestros amigos, que no habían hecho nada para que se llegara a esta situación» (p. 55), en la ética colectiva que se forma a partir de la estrategia del «mal menor».

Se establece, por tanto una nueva relación entre política-administración y ética, en dos direcciones: ver como proceso, no como un acto final ante el cual no queda más que la supervivencia o el heroísmo del individuo, sino en la cadena de formación de la política y la ética. Y en el reconocimiento de los procesos personales y sociales, en la relación entre moral (responsabilidad personal), ética (juicio social) y política (condensación de los dos procesos). Y con ello se abre un nuevo cauce para el análisis del comportamiento del funcionario público. El tema clave está en la capacidad del juicio para distinguir entre el bien y el mal; y a partir de allí en la capacidad de la voluntad para actuar.

Esta “ampliación” parte de la diferenciación entre poder y violencia, “cuya equiparación es una de las falacias más frecuentes”, y que en Weber aparecen demasiado ligados. Y allí surge la posibilidad de la resistencia “pacífica” al mal.[10]

  1. II.                Análisis concreto de las situaciones concretas

No hay una respuesta general al tema de la responsabilidad de los funcionarios públicos. Hay que analizar las situaciones concretas, para definir las relaciones complejas entre política-administración-ética-moral.

Desde la política un punto clave es la diferencia entre Estados  modernos-capitalistas “normales” y Estados capitalistas “de excepción”.[11]

En los Estados capitalistas “normales”, la organización del Estado y del poder es reglamentada ya que determina las competencias de los aparatos, especializándolos. De esta manera, se produce una distinción de poderes en el Estado “representativo”. La demarcación de campos puede permitir una acción diferenciada del campo administrativo y del campo político; lo que puede abrir la imagen de la actuación neutral de la burocracia.

En los Estados capitalistas de excepción (dictadura, fascismo, bonapartismo) se modifica la relación entre los aparatos de Estado: el aparato ideológico se subordina al aparato represivo, perdiendo su relativa autonomía. Se produce un control estricto del Estado por parte de una rama o aparato dominado por una fuerza que lucha por la hegemonía. La  intervención de la ideología legitima y justifica el acrecentamiento de la represión a las clases subordinadas. Se modifica el sistema jurídico, éste ya no regula, no hay una reglamentación,  es la arbitrariedad la que predomina, constituyéndose en un factor estratégico para reorganizar la hegemonía. El derecho, por lo tanto, ya no pone límites al poder. “…Esta ausencia de límites, jurídicamente fijados, se debe…al “juego” particular de intervención del Estado de excepción frente a la inestabilidad hegemónica y a su papel de represión acrecentada de las masas populares.”[12]

Con ello, la distinción entre lo administrativo y lo político se estrecha y la burocracia pierde su espacio de “autonomía”; tanto más que no se trata de una clase o de una fuerza autónoma, sino de una capa social constituida como portadora de las estructuras del Estado.

Empero esta característica constitutiva de la burocracia estatal le permite actuar desde una microfísica del poder dentro del Estado y jugar un papel propio. Así, pues, no se trata de un determinismo en que nos hay alternativas; sino que, sobre todo en los momentos de Estados de excepción, la posibilidad de actuar con alguna autonomía por parte de la burocracia parte de la vinculación de la administración con la política.

Desde el campo de la ética y la moral, en cada caso concreto habría que diferenciar en dónde se produce el déficit de autonomía del funcionario para que pueda asumir su responsabilidad. En este campo es conveniente seguir a Jürgen Habermas[13] en su diferenciación sobre las diversas formas de racionalidad que intervienen en la toma de decisiones “justas”. Interviene una racionalidad instrumental “de medios a fines”, que proviene desde el funcionamiento sistémico; una racionalidad ética que responde al juicio colectivo sobre el bien y el mal, y una racionalidad moral que responde al juicio y a la voluntad individual, que provienen desde el mundo de la vida, desde la actuación de los sujetos sobre el sistema.

Se presenta una relación compleja entre la racionalidad “instrumental-sistémica” de la política, a la que el burócrata debe responder, como funcionario público, desde la lógica de la eficiencia y la eficacia; y la racionalidad ética y moral, en donde el burócrata, como ciudadano, puede tomar iniciativa sobre el funcionamiento sistémico. No se trata de un determinismo, sino de un campo de libertad, en donde hay opciones, incluso en las situaciones extremas. Quizás el poder del sistema está precisamente en negar la posibilidad de las opciones.

 

 


[1] Para la reflexión sobre Weber, me baso en MANN, Michael, Las fuentes del poder social, II. El desarrollo de las clases y los Estados nacionales, 1760 – 1914, Alianza Editorial, España.

[2] WEBER, Max, Economía y sociedad, I, p. 54

[3] WEBER, Max, Economía y sociedad, I, p. 54

[4] WEBER, Max, Economía y sociedad, http://www.biblioteca.org.ar/libros/131823.pdf, consulta 29 octubre 2012

[5] WEBER, Max, Economía y sociedad, FCE, México, 2003,I, p. 88

[6] WEBER, Max, Economía y sociedad, I, p. 89

[7] En su segunda etapa, el significado correcto de los signos lingüísticos no se obtiene por definiciones ostensivas, ni pinturas lógicas, ni puede encontrarse tratando de imponer modelos ideales a lo que sucede en la realidad, sino que debe buscarse en la vida cotidiana el significado que adquieren las palabras: “el significado de una palabra es su uso en el lenguaje”. Las palabras no pueden ser entendidas fuera de la utilización que hacen de ellas los hablantes y este uso del lenguaje está en concordancia con las demás prácticas que ellos realizan. El significado de las palabras es comprendido dentro de los juegos de lenguaje (Sprachspiel) de la comunidad a la que pertenecen; está en la práctica, no en su idealización. El lenguaje es un juego reglado como cualquier otro y forma parte de una actividad o de una forma de vida. Los juegos de lenguaje se guían de acuerdo con las reglas que los usuarios del lenguaje hayan pactado, y son estas normas las que confieren sentido a las palabras, las que deciden la posición y función que han de ocupar en las manifestaciones lingüísticas. Los nombres ya no poseen una esencia o naturaleza común, su sentido depende del empleo que cada comunidad de hablantes haga de ellos. http://www.unne.edu.ar/Web/cyt/cyt/2002/02-Humanisticas/H-011.pdf, consulta octubre 2012.

[8] BOURDIEU, Pierre, Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción, Segunda edición, Editorial Anagrama, Barcelona, 1999, p. 97-98

[9] ARENDT, Hanna, Responsabilidad y juicio, Paidós básica, 128, España, 2007.

[10] ARENT, H., Op. Cit., p. 39

[11] Se puede ver POULANTZAS, Nicos, Fascismo y dictadura, 5ª edición, Siglo XXI, España, 1974

[12] Ibíd., p. 381.

[13] HABERMAS, Jürgen, Teoría de la acción comunicativa, Taurus, Madrid, 1987

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